Recuerdo con precisión la satisfacción que me produjo el momento en que me di cuenta que sabía leer: el sitio, el libro, su portada roja y el asunto de la página en que supe unir la lectura lenta, monosilábica y su significado; produjo en mi un tsunami de deseo de leer que perdura hasta hoy. También puedo evocar, aunque con cierta vaguedad, el primer libro que compré, Corazón, en la escuela con Don Cipriano, libro que forré y cuya lectura me llevó a un país lejano, Argentina, acompañando a un emigrante. También puedo rememorar, aunque con cierta vaguedad, un folleto que compré en la calle Las Barcas valenciana yendo con mi abuela.
Muy pronto me fascinó la historia de la literatura española del profesor Blecua por su etilo, variedad de escritores y selección de argumentos narrativos sobre la vida y la belleza, lo que me espoleó para ensanchar con avidez el arco bibliográfico según mis posibilidades; con el tiempo incluí obras de historia, arte, literatura -los gigantes clásicos del pensamiento y de la imaginación-, filosofía y antropología. Quiero recordar que la humanidad toda se ha regido y en parte se rige por un conjunto de libros que sirven de paradigmas para el cultivo del espíritu en sabiduría, convivencia y solidaridad.
Los diez mil libros de mi biblioteca donados al municipio son una invitación a la lectura reposada y pensativa a mis vecinos porque el conocimiento es una de las joyas personales que más enriquecen al individuo. Más aun, la sabiduría, la cultura, la creatividad imaginativa del espíritu y su absorción es lo que nos hace realmente humanos, lo que nos distingue en el cosmos que habitamos.